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CUANDO EL AMOR ES ODIO. HOMBRES QUE ODIAN A LAS MUJERES Y MUJERES QUE SIGUEN AMANDOLOS

    relaciones de pareja destructivas
    http://www.hacienda.go.cr/centro/datos/Libro/Cuando%20el%20amor%20es%20odio.pdf
    cuando el amor es odio
    Hombres que odian a las mujeres y mujeres que siguen amándolos Susan Forward
    Indice
    Primera parte LOS HOMBRES QUE ODIAN A LAS MUJERES
    1. El hombre más romántico del mundo 2. El fin de la luna de miel 3. Las armas con que él se asegura el control 4. Los territorios donde él se asegura el control 5. Lo que mantiene «enganchadas» a las mujeres 6. Cómo llegan los hombres a odiar a las mujeres 7. Cómo llegan las mujeres a amar a quienes las odian 8. Locura para dos
    Segunda parte LAS MUJERES QUE SIGUEN AMÁNDOLOS
    9. ¿Qué tal te sientes? 10.Preparándose para el cambio 11. Cómo se cura el pasado 12. Cómo asumir tu enojo 13. Cómo poner límites a tu compañero 14. Cómo conseguir ayuda profesional 15. Hay que saber abandonar: la ruptura 16. Para reencontrarte contigo misma
    A modo de introducción personal
    Nadie que este en su sano juicio se quedará con alguien que este como yo estoy. Si Jeff lo hace, es solo porque me ama.
    La primera vez que vino a verme, Nancy tenía un exceso de peso de 27 kilos y una úlcera. Se presentó con unos viejos tejanos con rodilleras y una camisa informe; tenía el pelo descuidado, las uñas comidas hasta sacarse sangre y le temblaban las manos. Cuatro años antes, cuando se caso con Jeff, era la coordinadora de modas de uno de los principales grandes almacenes de Los Angeles. Parte de su trabajo consistía en viajar por Europa y Oriente, encargada de seleccionar prendas de vestir para el establecimiento. Ella misma se había vestido siempre a la última moda y salía con hombres fascinantes; había sido el centro de varios artículos periodísticos sobre las mujeres que triunfan en la zona de Los Angeles, y todo eso lo había logrado antes de cumplir los 30 años. Sin embargo, cuando yo la vi por primera vez, a los 34, se sentía tan avergonzada de su aspecto y tenia una opinión tan pobre de sí misma, que apenas salía de casa.
    Aparentemente, su autoestima había comenzado a desvanecerse cuando se caso con Jeff; sin embargo, a mis preguntas sobre su marido, Nancy respondió con una larga lista de superlativos.
    Es un hombre maravilloso, encantador, divertido y dinámico. Siempre tiene pequeñas atenciones conmigo… Me envió flores para conmemorar el aniversario de la primera noche que hicimos el amor. El año pasado, para mi cumpleaños, me sorprendió con dos billetes para unas vacaciones en Italia.
    Nancy me contó que Jeff, pese a lo ocupado que estaba con su profesión de abogado, siempre encontraba tiempo para estar con ella y que, a pesar de su apariencia actual, seguía queriendo que Nancy lo acompañara en todos sus compromisos y cenas de negocios.
    A mi solía encantarme salir con él y con sus clientes, porque aun íbamos tomados de la mano, como unos colegiales. Por él soy la envidia de todas mis amigas. «Tu si que tuviste suerte, Nancy», me dijo una de ellas. Y yo sé que es así, pero fíjese en mí! No entiendo que ha pasado para que me sienta siempre tan deprimida. Tengo que rehacerme de alguna manera, porque si no, terminare por perderlo. Un hombre como Jeff no tiene por qué andar por ahí cargando con una mujer como yo. Él puede tener las mujeres que quiera, incluso estrellas de cine. Ya tengo suerte de que me haya aguantado tanto tiempo.
    Mientras escuchaba a Nancy y observaba su aspecto, yo pensaba: «En esta imagen hay algo que no cuadra». Advertía una contradicción básica en todo aquello. ¿Por qué una mujer tan competente y eficaz podía quedar hecha polvo a causa de una relación amorosa? ¿Qué le había sucedido a Nancy durante sus cuatro años de matrimonio para que se operase un cambio tan notable no sólo en su aspecto, sino en su autoestima?
    La insté a que me siguiera hablando de su relación con Jeff, y poco a poco fue apareciendo un cuadro más completo.
    Creo que lo único que realmente me preocupa de él es la facilidad con que pierde los estribos.
    —¿Qué quieres decir con «perder los estribos»? —le pregunté, y ella soltó una risita.
    Que hace lo que yo llamo «su imitació n de King Kong», vociferando y armando mucho escándalo. Y a veces me obliga a callar, como la otra noche, cuando estábamos cenando con unos amigos. Él estaba hablando de una obra de teatro, y cuando yo intervine me cortó en seco, diciéndome que me callara. «No le prestéis atención, siempre está soltando alguna estupidez», les dijo después a nuestros amigos. Yo me quedé tan humillada que hubiera querido hundirme en el asiento, y después apenas pude tragar bocado.
    Nancy se puso a llorar al evocar diversas escenas humillantes en que Jeff la había tratado de estúpida, egoísta o desconsiderada. Cuando se enfurecía, su marido le gritaba, daba portazos y arrojaba objetos.
    Cuanto más interrogaba yo a Nancy, con más claridad veía el cuadro general. Me hallaba frente a una mujer que trataba desesperadamente de encontrar la manera de complacer a un marido que tan pronto se mostraba colérico y atemorizador como fascinante. Nancy contó que con frecuencia se quedaba dormida mucho después Cuando el amor es odio Susan Forward 7 que él, sintiendo que la crueldad de sus palabras seguía hiriéndole los oídos. Durante el día, y sin razón aparente, tenía ataques de llanto.
    La insistencia de Jeff hizo que Nancy dejara su trabajo cuando se casaron, y ahora se sentía incapaz de reiniciar su carrera. Así lo expresó ella:
    Ahora no me animaría siquiera a afrontar una entrevista, y mucho menos un viaje de compras. Ya no me siento capaz de tomar decisiones, porque he perdido la confianza en mí misma.
    En el matrimonio, Jeff tomaba todas las decisiones, e insistía en controlar hasta el último detalle de todos los aspectos de la vida de la pareja. Verificaba todos los gastos, escogía a las personas con quienes mantenían contacto social, e incluso tomaba decisiones referentes a lo que debía hacer Nancy mientras él estaba en su trabajo. La ridiculizaba si ella manifestaba cualquier opinión que difiriese de las suyas, y cuando algo le disgustaba, le gritaba, incluso en público. La mínima desviación, por parte de ella, del derrotero que él había establecido para ambos originaba escenas espantosas.
    Advertí a Nancy que tendríamos que trabajar mucho, pero le aseguré que empezaría a sentirse menos abrumada. Le dije que estudiaríamos con ánimo crítico su relación con Jeff, y que en realidad conservaba la confianza en sí misma que ella creía haber perdido; sólo estaba puesta donde no correspondía. Entre las dos terminaríamos por recuperarla. Al concluir nuestra primera sesión, Nancy se sentía un poco más firme y menos perdida, pero la que empezaba a vacilar era yo.
    El relato de Nancy me había afectado muy profundamente. Yo sabía que, como terapeuta, mis reacciones hacia un cliente eran instrumentos muy importantes. Establecer relaciones emocionales con las personas con quienes trabajo me ayuda a comprender antes cómo se sienten. Pero en este caso había algo más. Cuando Nancy salió de mi despacho, me sentí muy incómoda. No era la primera vez que una mujer acudía a mí con ese tipo de problema, ni tampoco la primera vez que mi reacción había sido tan intensa. Ya no podía seguir negando que lo que me afectaba era el hecho de que la situación de Nancy estuviera tan próxima a la mía.
    En lo exterior, yo parecía segura y realizada, una mujer que realmente lo tenía todo. Durante el día, en mi despacho del hospital y en la clínica donde ejercía, trabajaba con la gente, ayudándole a consolidar su confianza y a recuperar su propia fuerza. Pero en casa era otra historia. Como el de Nancy, mi marido era encantador, atractivo y romántico, y yo me había enamorado locamente de él casi tan pronto como nos conocimos. Pero no tardé en descubrir que albergaba dentro de sí mucha cólera, y que tenía el poder de hacerme sentir pequeña y fuera de lugar, hasta el punto de desequilibrarme. Insistía en llevar él el control de todo lo que yo hacía, creía y sentía.
    La terapeuta Susan bien podía decirle a Nancy que el comportamiento de su marido no parecía muy amoroso, sino que más bien daba la impresión de que translucía mucha violencia psicológica, pero ¿qué me decía yo a mí misma? La Susan que por las noches regresaba a su casa se retorcía hasta hacerse un nudo en el intento de evitar que su marido le gritase. Era la Susan que seguía repitiéndose que él era un hombre maravilloso, que estar con él resultaba fascinante y que, desde luego, si algo andaba mal, la culpa debía de recaer sobre ella.
    Durante los meses siguientes, estudié con más atención lo que estaba sucediendo en mi propio matrimonio y en las relaciones de aquellas clientas que, al parecer, se encontraban en situaciones similares. ¿Qué sucedía realmente en esos casos? ¿Cuáles eran las pautas? Aunque por lo general eran las mujeres las que buscaban mi ayuda, a mí me llamaba la atención el comportamiento de los hombres. Tal como sus mujeres los describían, con frecuencia eran encantadores, e incluso afectuosos, pero siempre capaces de cambiar de actitud en un abrir y cerrar de ojos, para comportarse de un modo cruel, crítico e insultante. Su forma de proceder iba desde la evidente intimidación y las amenazas hasta ataques más sutiles y encubiertos, en forma de humillaciones constantes o críticas destructivas. Fuera cual fuere el estilo, los resultados eran los mismos. El hombre mantenía el control haciendo polvo a la mujer. Además, esos hombres se negaban a asumir responsabilidad alguna por el sufrimiento que sus agresiones ocasionaban a su pareja. Culpaban, en cambio, a su mujer —o a su amante— de todos los sucesos desagradables, del primero al último.
    Yo sabía, por mi experiencia en el trabajo con parejas, que todo matrimonio tiene dos caras. Sin embargo, es fácil que los terapeutas nos sobreidentifiquemos con el cliente cuando no conocemos más que una versión de cada caso.
    Indudablemente, ambos miembros de la pareja contribuyen al conflicto y a la tormenta que pueda abatirse sobre una relación. Pero una vez que empecé a ver en sesiones de asesoramiento [counseling] a los compañeros de algunas de mis clientas, caí en la cuenta de que ellos no sufrían tanto como las hacían sufrir a ellas, ni mucho menos. Eran las mujeres quienes sufrían. Todas ellas padecían una grave pérdida de autoestima, y muchas tenían además otros síntomas y reacciones. Nancy padecía úlceras, le sobraba peso y había descuidado completamente su aspecto; otras tenían problemas graves de abuso de alcohol y de otras drogas, sufrían migrañas, problemas gastrointestinales o trastornos del apetito y del sueño. Era frecuente que su eficiencia laboral se hubiera resentido, y que carreras prometedoras en su momento estuvieran abandonadas. Mujeres que conocieron el éxito y se mostraron competentes dudaban ahora de sus habilidades y de su capacidad de juicio. Con frecuencia alarmante, sufrían ataques de llanto y de angustia, y caían en profundas depresiones. En todos los casos, esos problemas empezaron a manifestarse durante la relación o el matrimonio.
    Cuando me di cuenta de que en estas relaciones se podía advertir una pauta muy nítida, comencé a analizar el asunto con mis colegas. Todos estaban familiarizados con el tipo de hombre que yo describía: cada uno de ellos había tratado a mujeres que estuvieron enamoradas de hombres que respondían a la descripción que yo les daba, se casaron con ellos o bien eran sus hijas. Lo que me parecía más sorprendente era que, si bien el tipo de comportamiento nos resultaba tan familiar, todavía no hubiera dado nadie una descripción exhaustiva de él.
    Llegada a este punto, me puse a revisar la bibliografía psicológica. Dada la falta de sensibilidad del hombre para el dolor que causaba en su pareja, empecé por repasar los trastornos del carácter. Las personas que padecen tales trastornos tienen poca capacidad para experimentar sentimientos de culpa, remordimiento o angustia, es decir, emociones ciertamente incómodas pero necesarias, fruto de nuestras interacciones morales y éticas con el resto de la gente.
    Yo sabía que se reconocen dos tipos principales de trastornos del carácter. Primero están los narcisistas, personas totalmente obsesionadas por sí mismas. Los narcisistas tienden a establecer relaciones con el fin primordial de sentir confirmada su condición de seres muy especiales. Es frecuente que los hombres que entran en esta categoría revoloteen de una relación a otra en busca de amor y admiración. «Peter Pan» y «Don Juan» son nombres familiares para ese tipo de hombres, a quienes se califica de «seres que no pueden amar».
    Pero los hombres con quienes mis clientas mantenían relaciones eran diferentes. Daban la impresión de amar intensamente, y en muchos casos se mantenían fieles durante largo tiempo a su pareja. Además, su necesidad primaria difería de la del narcisista, en cuanto parecía más bien una necesidad de control que de admiración.
    En el otro polo del espectro de los trastornos del carácter, estaban los sociópatas más extremos y peligrosos, es decir, personas que crean un torbellino caótico en su vida, usando y explotando a cualquiera que se ponga en su órbita. La mentira y el engaño constituyen su segunda naturaleza. Entre ellas se encuentran desde delincuentes comunes hasta profesionales destacados y de éxito, permanentemente comprometidos en delitos de guante blanco. El rasgo más asombroso de los sociópatas es su total carencia de conciencia moral.
    Pero, con frecuencia, el hombre que yo intentaba definir era sin duda responsable y competente en sus tratos sociales. Su comportamiento destructivo no estaba generalizado, como el del sociópata, sino —de hecho— muy focalizado. Lamentablemente, se centraba de forma casi exclusiva en su pareja.
    Como armas, se valía de sus palabras y de sus estados de ánimo. Si bien no mostraba tendencia a la violencia física con la mujer que compartía su vida, la demolía sistemáticamente mediante un vapuleo psicológico que, en última instancia, desde el punto de vista emocional, es tan devastador como la propia violencia física.
    Me pregunté después si esos hombres obtenían algún tipo de placer perverso del dolor y el sufrimiento que provocaban a sus parejas. ¿No serían, en realidad, sádicos? Después de todo, muchas personas con quienes comentaba lo que iba descubriendo me aseguraban que las mujeres que se enredaban con hombres así eran masoquistas clásicas, «de libro de texto». Eso me irritaba, porque yo sabía que tachar de masoquistas —es decir, de buscadoras del dolor, porque disfrutan con él— a las mujeres que participan en relaciones enfermizas ha sido  durante mucho tiempo la práctica estándar en mi profesión y en nuestra cultura. Se trata de un intento muy cómodo, pero sumamente peligroso, de explicar por qué muchas mujeres caen en un comportamiento de abnegación y sumisión en sus relaciones con los hombres. De hecho, las mujeres aprenden desde muy temprano ese comportamiento, y por él se las elogia y recompensa. La paradoja reside en que los comportamientos que hacen de una mujer un ser vulnerable a los malos tratos son los mismos que le han enseñado como femeninos y dignos de amor. El concepto de masoquismo es especialmente peligroso porque sirve para justificar la agresión contra las mujeres, en cuanto confirma que «eso es lo que realmente quieren ellas».
    A medida que continuaba hablando con las parejas que atendía, me di cuenta de que no se les podía aplicar ninguno de esos términos. Más que obtener placer emocional o sexual del sufrimiento de su pareja, que es lo que hace el sádico, al hombre que yo intentaba definir le enfurecía el dolor de su pareja y le hacía sentir amenazado. Y la mujer tenía tan poco de masoquista como de sádico el hombre. Del tratamiento abusivo a que la sometía su compañero no obtenía ningún placer oculto, fuera éste sexual o emocional. En cambio, la situación la desmoralizaba gravemente. Una vez más, me encontré con que la terminología y las categorías psicológicas habituales no eran adecuadas para la descripción de lo que estaba yo viendo en tales relaciones. El hombre que yo intentaba definir resultaba desconocido en la bibliografía.
    No era inequívocamente un sociópata, un narcisista ni un sádico, por más que con frecuencia algunos de esos elementos se hallaran presentes en su carácter. La diferencia más llamativa entre este hombre y los que sí figuraban en la bibliografía psicológica, residía en su capacidad de comprometerse en una relación duradera con una sola mujer. Es más: su amor parecía especialmente ardoroso e intenso. Lo trágico era que hiciese todo lo posible por destruir a la mujer que decía amar tanto.
    Como terapeuta, sé que decir «te amo» no define necesariamente lo que está sucediendo en una relación. Sé que la realidad no la definen las palabras, sino el comportamiento. Mientras escuchaba a mis clientas, yo seguía preguntándome si era esa la forma en que uno trata a un ser a quien realmente ama. ¿No es esa, más bien, la forma en que se trata a alguien a quien se odia?
    Recordé una palabra griega que significa “el que odia a las mujeres”: misógino (de miso, que significa “odiar” y gyné que significa “mujer”). Aunque hace cientos de años que la palabra forma parte del lenguaje, en general se usa para referirse a asesinos, violadores y otros sujetos que actúan violentamente contra las mujeres. Se trataba, desde luego, de misóginos en el peor sentido de la palabra. Pero yo estaba convencida de que los hombres a quienes estaba empeñada en definir también eran misóginos, sólo que diferían de aquellos desalmados en su elección de las armas.
    Cuanto más iba sabiendo de los misóginos y de sus relaciones, más aprendía no sólo de mis pacientes, sino sobre mi marido y yo y acerca de nuestra relación. Para entonces, mi situación en casa se había vuelto sumamente tensa. Al término de cada día, me descubría inventando refinadas excusas para no tener que dejar el trabajo. Mis hijos estaban sufriendo el estrés de la situación, y mi autoestima no podía haber caído más bajo. De hecho, si hubiera dispuesto de bibliografía sobre relaciones misóginas, mi marido y yo habríamos figurado como un caso clásico. Para él era culpa mía si cualquier cosa andaba mal. Me responsabilizaba de todo, desde sus problemas de negocios hasta de que no le hubieran limpiado bien los zapatos. Aunque en aquel momento mi trabajo fuera nuestra principal fuente de ingresos, con frecuencia él se burlaba de la profesión terapéutica en general y de mí en particular.
    Cuanto más me tachaba de egoísta y desconsiderada, más me esforzaba yo por apaciguarlo disculpándome, capitulando o retardando deliberadamente todo progreso en mi carrera. Al comienzo de nuestro matrimonio, yo era una persona alegre y enérgica; en ese momento, catorce años después, estaba angustiada y frecuentemente me sentía al borde de las lágrimas. Me conducía de maneras que yo misma no podía tolerar, fastidiándolo e interrogándolo constantemente, o retrayéndome en un silencio hosco y colérico, en vez de afrontar directamente los sentimientos que me provocaba nuestra relación.
    Entonces se produjo un incidente que, para mí, fue decisivo. Yo había empezado a especializarme en el trabajo con adultos que, en su infancia habían sido víctimas de abusos sexuales, y mi persistencia en que el público cobrara conciencia de este problema había empezado a llamar la atención. Finalmente, llegó el contrato por mi primer libro: La inocencia traicionada: el incesto y sus estragos. Ese día corrí a casa, deseosa de Cuando el amor es odio Susan Forward 10 compartir con mi marido mi emoción y mi alegría. Pero tan pronto como entré caí en la cuenta de que él tenía uno de sus días malos. Como sabía que mi buena noticia sólo iba a intensificar sus frustraciones, me fui a la cocina sin decir una palabra del libro, me serví un vaso de vino y lo celebré con un brindis en solitario. En vez de compartir mi júbilo con el hombre que tanto significaba para mí, tuve que esconderme por temor a que él se alterase.
    Entonces me di cuenta de que algo andaba tremendamente mal. Comprendí que —como las parejas que yo estaba atendiendo— mi marido y yo necesitábamos ayuda exterior para resolver nuestros problemas. Sin embargo, él no estaba dispuesto a analizar ni su comportamiento, ni nuestra relación. Por último, llegué a la dolorosa conclusión de que no podía seguir manteniendo ese matrimonio sin renunciar totalmente a mí misma.
    El duelo por una pérdida tan terrible se prolongó mucho tiempo, pero al mismo tiempo iba sucediéndome algo más. Descubrí en mí misma una reserva enorme de creatividad y energía, hasta el momento desaprovechadas. Mi vida profesional no tardó en experimentar un alza espectacular: se publicó mi libro, mi consulta se ampliaba y llegué a tener mi propio programa de radio, de ámbito nacional y con recepción de llamadas tele fónicas. Me encontré tratando, en medida creciente, y tanto por la radio como en mi despacho, con el mismo tipo de violencia psicológica que yo había experimentado en mi matrimonio. Me llamaban mujeres que venían manteniendo ese tipo de relaciones durante períodos que iban desde unos pocos meses a medio siglo. Con frecuencia, después de que me hubieran descrito unos pocos incidentes significativos, yo les hacía las siguientes preguntas referentes a sus relaciones:
    —¿Se arroga él el derecho de controlar la forma en que usted vive y se conduce?
    —Para mantenerlo feliz, ¿usted ha renunciado a personas o actividades que eran importantes en su vida?
    —¿Desvaloriza él las opiniones, los sentimientos y los logros de usted?
    —Cuando usted hace algo que le disgusta, ¿vocifera, la amenaza o se refugia en un silencio colérico?
    —¿Tiene usted que «mirar dónde pisa» y estar ensayando lo que le dirá para que él no se enfade?
    —¿La confunde cambiando del más dulce encanto a la cólera sin que nada lo haga suponer?
    —¿Se siente usted con frecuencia perpleja, desorientada o fuera de lugar cuando está con él?
    —¿Es sumamente celoso y posesivo?
    —¿Le echa a usted la culpa de todo lo que funciona mal en la relación?
    Si respondían con un «sí» a la mayoría de mis preguntas, ya estaba segura de que se trataba de una relación con un misógino. Y una vez les había explicado lo que estaba sucediendo en su vida, incluso a través del teléfono se podía percibir el alivio que experimentaban.
    Convencida de que había descubierto un trastorno psicológico importante, decidí sondear un poco más las aguas hablando del tema en el A.M. Los Ángeles, un programa matutino de la televisión. En él describí las tácticas y los comportamientos de un misógino típico.
    Tan pronto como terminé, varias de las mujeres que integraban el personal del programa corrieron hacia mí y me rodearon. Todas ellas habían tenido alguna experiencia personal íntima con ese tipo de hombre. Al día siguiente, la cadena de televisión me informó que mi intervención había provocado un alud de lamadas telefónicas como casi nunca había tenido.
    No pasó mucho tiempo sin que yo volviera a aparecer en otro programa, esta vez en Boston. En esa ocasión dediqué una hora entera al tema, y la respuesta fue aún más impresionante. Cuando empezaron a lloverme cartas de todas partes, me di cuenta de que había acertado con un punto neurálgico. El sentimiento de urgencia que transmitían las cartas era enorme.
    Las mujeres querían saber dónde podían conseguir un libro sobre el tema de la misoginia: querían saber más. Las mujeres que me escribieron para relatarme su historia me conmovieron profundamente. Necesitaban que las tranquilizaran, asegurándoles que lo que habían estado sintiendo en sus relaciones no era simple «locura». Cuando el amor es odio Susan Forward 11 Necesitaban saber que no eran solamente «ellas», sino que había otras personas que las entendían, que no querían definirlas en los mismos términos negativos que usaban sus compañeros.
    Sus reacciones vinieron a reafirmarme en la idea de que reconocer, clarificar y comprender lo que está sucediendo con tales relaciones puede representar un tremendo alivio de la presión aplastante de la autoinculpación. Supe entonces que tenía que escribir este libro, no sólo para ayudar a las mujeres a entender lo que estaba sucediéndoles, sino también para que supieran lo que podían hacer al respecto.
    Antes de que ninguno de nosotros pueda cambiar una relación, es necesario que entendamos lo que está sucediendo en ella. Pero con entender no basta. Tomado aisladamente, entender es un ejercicio intelectual. Para que nuestra vida y nuestras relaciones cambien, es necesario hacer algo diferente; no basta con pensar de manera distinta.
    A fin de ayudar a mis lectoras, he dividido el libro en dos partes. En la primera describo cómo funcionan las relaciones que nos ocupan y por qué. Exploro todos los aspectos de la interacción, desde la emoción y el romanticismo del comienzo hasta la confusión y el dolor que termina por experimentar cualquier mujer enamorada de un misógino. Me ocupo después de los hombres y por qué llegaron a conducirse como lo hacen, y considero también cómo y por qué las mujeres acaban aceptando el trato que ellos les dispensan.
    Entretanto, presentaré varias parejas que han pasado por mi consulta, y seguiremos la trayectoria de algunas de ellas a lo largo del libro. Como es natural, todos los nombres, y cualquier característica que pudiera permitir su identificación, han sido cambiados para salvaguardar su intimidad. Pero tanto las situaciones que atravesaron como las palabras que usaron para describirlas han sido descritas con la mayor exactitud posible.
    En la segunda parte del libro propongo una serie de técnicas de comportamiento eficaces que he perfeccionado durante los últimos años, y que pueden ser de mucha utilidad para introducir importantes cambios en la relación de las lectoras consigo mismas y con su pareja. Estas técnicas les ayudarán a protegerse y hacerse valer mejor, a ser más eficaces y a sentirse menos vulnerables a la manipulación, confusión y pérdida de confianza en sí mismas que siempre son el resultado de la asociación con un misógino.
    Se que en este libro hay material que puede suscitar intensos sentimientos en mis lectoras, Tanto si actualmente mantienen relación con un misógino, como si están recuperándose de una relación pasada o les preocupa la posibilidad de ser vulnerables a ellas en el futuro. Aunque no pueda acompañarlas personalmente al emprender este viaje, quiero hacerles saber que a lo largo del camino contaran con todo mi respeto, mi cariño y mi cordial estímulo.
    Primera parte LOS HOMBRES QUE ODIAN A LAS MUJERES
    El hombre más romántico del mundo Hay un estilo de enamoramiento apabullante: el flechazo. Tú lo ves desde el otro lado de una habitación atestada de gente, vuestros ojos se encuentran y a ti te inunda ese estremecimiento. Cuando él está cerca de ti empiezan a sudarte las manos; el corazón se te acelera; parece que todo cobrara vida en tu cuerpo. Es el sueño de la felicidad, de la realización sexual, de la plenitud. Ese es el hombre que sabrá apreciarte y comprenderte. Sólo estar junto a él es emocionante, maravilloso. Y cuando todo eso sucede, arrasa contigo. Es lo que solemos llamar amor romántico.
    Cuando conoció a Jim, Rosalind tenía 45 años. Es una mujer llamativa, alta, de cabello castaño rojizo y figura esbelta, que se esmera en conservar. viste con un estilo muy personal que realza su estatura y pone de relieve su gusto artístico. Es dueña de una tienda de antigüedades y se destaca como tratante, coleccionista y experta en su especialidad, el arte publicitario. Rosalind ha estado casada en dos ocasiones, y tiene un hijo ya adulto. Le interesaba conocer a Jim porque había oído hablar mucho de él a amigos comunes, que finalmente la llevaron a oírle tocar con un grupo local de jazz. Después, cuando fueron todos a beber una copa, Rosalind se sintió muy atraída por Jim, tan alto, moreno y apuesto.
    Jim y yo sentimos una gran atracción. Hablamos de niños y de música. Me contó que había estado casado y que sus dos hijos vivían con él; eso me impresionó. Se interesó por lo que yo le contaba de mi tienda de antigüedades, porque le interesaba la ebanistería y, consiguientemente, el mercado en general. Me preguntó si podía volver a verme la noche siguiente. Cuando nos presentaron la cuenta advertí que no tenía mucho dinero y le sugerí la posibilidad de que para nuestro próximo encuentro cenáramos en casa. Me cogió la mano, me la oprimió y, durante un momento, sus ojos se detuvieron en los míos y sentí lo agradecido que estaba de que yo entendiera su situación.
    Al día siguiente pensé constantemente en él, y por la noche, cuando llegó, fue maravilloso. Como soy una romántica incurable, después de cenar puse la música de Nace una estrella, y henos ahí bailando al compás de ella en la sala de estar; él me lleva estrechamente abrazada y yo siento que todo el mundo da vueltas a mi alrededor. Aquí hay un hombre a quien de verdad le gusto, que es fuerte, que está dispuesto a que construyamos juntos una relación. Todo eso es lo que me pasa por la cabeza mientras siento que floto con él, a la deriva; es maravilloso. Fue lo más romántico que me hubiera sucedido jamás.
    Jim tenía 36 años cuando conoció a Rosalind, y se sintió tan embriagado como ella por el romance; ella era la mujer que durante toda su vida había buscado. Él me dijo más adelante:
    Era hermosa, con una figura estupenda. Tenía su propio negocio y, ella sola, lo llevaba espléndidamente bien. Había criado a su hijo y, al parecer, lo había criado bien. Yo jamás había conocido a nadie como ella. Era cordial y alegre, se interesaba con entusiasmo por mi vida, incluso por mis hijos. Era perfecta. Empecé a llamar a todos mis amigos para hablarles de ella. Incluso llamé a mi madre. Le aseguro que era algo que no había sentido jamás. Nunca pensé tanto en nadie ni soñé con nadie en la forma que entonces soñaba con ella. Quiero decir que era algo realmente diferente.
    Después de su tercera salida juntos, Rosalind empezó a escribir su nombre con el apellido de él, para ver qué impresión le hacía. Cancelaba sus compromisos sociales por miedo a no estar cuando él la llamara, y Jim no la decepcionó. En vez de comportarse como un «hombre típico», se prendó de ella tanto como ella se había prendado de él. Le telefoneaba siempre cuando se lo había prometido —se acabó aquello de esperar durante semanas enteras a que un hombre la llamase— y jamás anteponía su trabajo a la necesidad que sentía de verla. Para los dos, estar juntos tenía toda la fascinación de un montaña rusa emocional.
    Para mi clienta Laura, el cortejo —un torbellino— se inició literalmente «desde el otro lado de una habitación atestada». En aquel momento, ella se sentía una triunfadora: ejecutiva contable de una importante firma de cosméticos, era una mujer sumamente bonita, de ojos oscuros y almendrados, pelo castaño claro y figura esbelta. Laura tenía 34 años cuando ella y Bob se conocieron. Una noche que salió a cenar con una amiga en un restaurante ocurrió lo siguiente:
    Yo había ido a hacer una llamada telefónica, y cuando regresé a nuestra mesa me encontré con aquel hombre tan guapo allí sentado, conversando con mi amiga. Yo le había llamado la atención y estaba esperándome. Desde aquel primer momento se estableció una especie de corriente eléctrica entre nosotros. No creo que jamás en mi vida me haya atraído alguien de esa manera. Bob tenía esos ojos destellantes que para mí son simplemente irresistibles. Me impresionó de tal manera, que no veía el momento de irme a la cama con él.
    A la noche siguiente volvimos a encontrarnos, por primera vez solos. Me llevó a un restaurante delicioso, pequeñito, junto al mar, y él se encargó de hacer el pedido. Es uno de esos hombres que entienden muchísimo de vinos y comidas, y a mí eso me encanta. Se interesó por todo lo que se relacionaba conmigo: lo que hacía, lo que sentía, lo que me gustaba. Yo hablaba sin parar y él se limitaba a estar allí, mirándome con sus ojos magnéticos, absorbiendo cuanto yo decía. Después de cenar fuimos a casa a escuchar música, y entonces fui yo quien le sedujo. Él era demasiado caballero, y eso también me encantó. Por cierto que sexualmente era increíble, no hay otra palabra. Con él sentí más intimidad de lo que hubiera experimentado jamás con hombre alguno en mi vida.
    Bob tenía 40 años y trabajaba como agente de ventas de un fabricante de tejidos. Le contó que el año anterior se había divorciado, y antes de que su relación con Laura llegara a cumplir el mes, se fueron a vivir juntos y él empezó a hablar de casarse. Cuando la presentó a sus dos hijos pequeños, el entendimiento entre todos fue inmediato. La evidente devoción de Bob a los niños hizo que Laura se sintiese cada vez más atraída por él.
    El romance de Jackie y Mark se inició cuando unos amigos comunes los presentaron, y desde la primerísima noche se convirtió en algo muy serio. Así me lo describió Jackie:
    Abrí la puerta y me encontré con un hombre increíblemente guapo, que me sonrió y me preguntó si podía usar el teléfono. Pestañeando, le dije que sí y él entró, fue hacia el teléfono y llamó al amigo que nos había presentado para decirle: «John, tenía s razón. Es todo lo que tú me dijiste que era». ¡Y eso no fue más que el comienzo de la velada!
    Jackie, menuda y vivaz, tenía treinta años cuando conoció a Mark. Trabajaba como maestra en una escuela primaria, mantenía a los dos hijos que tenía de un matrimonio anterior y, al mismo tiempo, trataba de terminar un doctorado. Mark, de 38 años, había sido poco antes candidato a un cargo público, y Jackie recordaba haber visto carteles con su imagen por toda la ciudad. Estaba muy impresionada por él y se sintió halagadísima por las atenciones que Mark le prodigó.
    Estábamos cenando con John, que nos había presentado, y con su mujer. Ella se volvió hacia mí para decirme: «Ya sé que acabáis de conoceros, pero en mi vida he visto dos personas que den la impresión de estar tan bien juntas». Después me tomó de la mano y me dijo que iba a casarme con ese hombre. «Atiende a lo que te está diciendo, que esta es una chica muy lista», me dijo Mark, asintiendo con la cabeza, y después susurró: «Tú tienes un problema, y el problema se llama Mark». «Ah —le contesté riendo—, ¿conque piensas andar rondando por aquí un rato?» «Seguro que sí», me respondió. Esa noche, cuando me llevó a casa, mientras estábamos sentados en el coche, frente al edificio, me besó y me dijo: «Ya sé que esto suena a locura, pero estoy enamorado de ti». Eso sí que es romántico. A la mañana siguiente, cuando me volvió a llamar, le dije que no lo consideraba obligado por ninguna de las cosas que me había dicho la noche anterior, y me contestó: «Puedo repetírtelo todo ahora, palabra por palabra».
    A partir de esa noche, Jackie se sintió como si anduviera volando en una alfombra mágica. El hecho de que Mark se enamorase de ella de semejante manera la tenía completamente arrebatada.
    A TODAS NOS ENCANTA UN IDILIO
    Un idilio es algo que nos hace sentir estupendamente. Las emociones y los sentimientos sexuales alcanzan niveles de fiebre, y al comienzo pueden ser de intensidad realmente abrumadora. La relación puede afectarnos como si fuera una droga euforizante; es lo que muchas personas llaman estar «en el séptimo cielo». Y el hecho es que en esas circunstancias el cuerpo produce una enorme cantidad de sustancias que contribuyen a darnos ese «especial resplandor» de que tanto habla la gente.
    Lo que en esos momentos fantaseamos, por cierto, es que vamos a sentirnos así eternamente. Durante toda la vida nos han dicho que el amor romántico tiene el poder mágico de hacer de nosotras mujeres enteras y felices. La literatura, la televisión y el cine ayudan a reforzar esta convicción. La paradoja es que incluso la relación más destructiva que cualquier mujer pueda establecer con un misógino se inicia intensamente teñida de este mismo tipo de emociones y expectativas. Sin embargo, pese a los gratos sentimientos que caracterizan los comienzos, cuando Rosalind fue a verme estaba hecha un manojo de nervios, y su antes próspera tienda de antigüedades se hallaba al borde de la quiebra; Laura, la que había sido ejecutiva contable, se desmoralizó a tal punto que estaba segura de ser incapaz de volver a tener jamás otro trabajo; y Jackie —que había afrontado con éxito el malabarismo de ser maestra y continuar sus estudios de posgraduada al mismo tiempo que criaba dos niños pequeños— se encontraba con que incidentes sin importancia la abrumaban, sumiéndola en un mar de lágrimas. ¿Qué había sucedido con el bello, mágico idilio con que se iniciaron sus relaciones? ¿Por qué se encontraban ahora tan dolidas y desilusionadas aquellas mujeres?
    LOS GALANTEOS ARREBATADORES
    Estoy convencida de que cuando un idilio avanza a velocidad tan vertiginosa como estos, se respira una inquietante atmósfera de peligro. Es verdad que el peligro puede constituirse en un motivo adicional de emoción y ser un estímulo para la relación. Cuando se monta a caballo, el trote es muy placentero, pero no especialmente interesante; lo fascinante es galopar. Y parte de esa fascinación reside en el hecho de saber que podría suceder algo inesperado: el caballo podría arrojarme al suelo y hacerme daño. Es la misma sensación de fascinación y de peligro que todos experimentábamos de niños al subir a la montaña rusa: algo rápido, emocionante, y que da una sensación de peligro.
    Una vez que a todo esto se le agrega la intimidad sexual, la rapidez e intensidad de las emociones crecen más. Entonces una mujer no pasa por el proceso normal de ir descubriendo a su nuevo amante, porque no ha habido el tiempo suficiente. Tu nueva pareja tiene muchas cualidades que en algún momento han de influir sobre tu vida, y son cualidades que no se pueden ver de forma inmediata. Se necesita tiempo para que ambos miembros de la pareja lleguen a consolidar la confianza y la sinceridad que son la base de una relación sólida. Por más fascinantes que puedan ser, los galanteos arrebatadores tienden a no generar otra cosa que una seudointimidad, fácil de confundir con un acercamiento auténtico.
    LAS ANTEOJERAS ROMÁNTICAS
    Para poder ver realmente quién es nuestro nuevo compañero, la relación tiene que avanzar con más lentitud. Para ver a las otras personas de una manera realista, que nos permita reconocer y aceptar tanto sus virtudes como sus defectos, hace falta tiempo. En un galanteo arrebatador, las corrientes emocionales son de una rapidez y una fuerza tales que desquician las percepciones de ambos miembros de la pareja, las cuales tienden a ignorar o negar cualquier cosa que interfiera con la imagen «ideal» del nuevo amor. Es como si los dos llevaran anteojeras. Nos concentramos exclusivamente en cómo nos hace sentir la otra persona, en vez de atender a quién es en realidad. Nuestro razonamiento es: si este hombre me hace sentir estupendamente, debe ser maravilloso.
    Laura y Bob fueron arrastrados por la magia del hechizo que sintieron crecer entre ambos durante los primeros encuentros. Una magia que tenía muy poco que ver con lo que cada uno de ellos era como persona. El transporte que mencionaba Laura no se relacionaba con el carácter de Bob, sino con sus ojos, con su manera de moverse y con la forma en que pidió el vino en el restaurante. Ella no me dijo en ningún momento que Bob fuera un hombre decente y sincero. El papel que estaba desempeñando él a sus ojos era el del perfecto amante romántico, y los dos se encontraron atrapados en la seducción momentánea del enamoramiento.
    El primer indicio que tuvo Laura de los problemas que podrían planteársele se produjo poco después de que ella y Bob se hubieran ido a vivir juntos.
    Un día me dijo: «Tengo que confesarte algo. Todavía no estoy divorciado». Yo casi me caigo de la silla, porque para entonces ya estábamos haciendo planes para la boda. «Como yo me sentía divorciado, realmente no creí que la cosa tuviera tanta importancia», aclaró. Yo estaba tan horrorizada que no podía hablar; simplemente, me quedé mirándolo, pasmada. Entonces me dijo que el divorcio estaba en trámite, que él se ocupaba de todo y que yo no tenía motivos para preocuparme. Me di cuenta de que me había mentido desde el comienzo…; quiero decir que me había hablado de fechas y todas esas cosas, pero entonces no me pareció tan importante. No me parecía importante que él me hubiera mentido, sino que realmente estuviera por conseguir el divorcio.
    El engaño de Bob debería haber sido para Laura una advertencia de que tenía que estar más atenta, mirarlo mejor, pero ella no quería ver. Se empeñaba en creer que Bob era el hombre de sus sueños.
    También Jackie tuvo una advertencia desde el principio. Al comienzo de su relación con Mark, él le habló mucho de sí mismo y de sus actitudes hacia las mujeres, pero su información, aderezada con adulación y halagos, no llegó a crear en ella una sensación de alerta.
    Me contó que todas las demás mujeres a quienes había conocido sólo estaban interesadas en lo que podía darles. Lo que en mí le parecía tan especial era mi interés por lo que yo podía darle a él. Me dijo que era como si yo hubiera nacido y crecido y existiera sólo para cuidar de él. Las otras mujeres se habían limitado a tomar siempre, a pedir siempre, a estar cuando todo andaba a pedir de boca y a desaparecer cuando las cosas se ponían mal. Y yo era diferente.
    Jackie podía haber entendido que Mark ponía a todas las mujeres en el mismo montón, y las veía voraces, egoístas e indignas de confianza; pero, en cambio, optó por interpretar lo que él le decía como prueba de que ella era el alma gemela destinada a ser la salvadora de su vida.
    Para Rosalind hubo también una advertencia precoz de que podía estar metiéndose en dificultades, pero ella fue incapaz de interpretar debidamente las señales.
    Aquella primera vez que él vino a cenar a mi apartamento nos fuimos a la cama. El tuvo gran dificultad para mantener una erección. Fue decepcionante, pero yo me dije que a muchos hombres les ocurre eso cuando están por primera vez con una mujer, y le resté importancia. A la mañana siguiente, volvimos a hacer el amor y la cosa estuvo un poco mejor, pero aún así se veía que él tropezaba con dificultades. Me imaginé que podía ayudarle a superarlas, y me dije que lo sexual no tenía tanta importancia. Lo que más me impresionaba en Jim era lo próxima que me sentía a él, y lo bien que él me respondía como persona.
    Rosalind hizo lo que tantas hacemos: ignoró todo cuanto no armonizara con su imagen romántica. Jim la hacía sentir tan bien, tan halagada, que ella no tuvo en cuenta un problema sexual que su compañero arrastraba desde hacía tiempo, y que afectó gravemente a la relación.
    Sin darse cuenta, muchas mujeres dividen el paisaje emocional de sus relaciones en primer plano y fondo. En el primer plano están todas las características maravillosas que encuentran en el hombre, y que son los rasgos sobre los cuales se concentran, exagerándolos e idealizándolos. Cualquier cosa que apunte a un problema la relegan al fondo, restándole toda importancia.
    Un ejemplo extremo de este tipo de manipulación es el caso de la mujer que se enamora de un asesino convicto. También ella os dirá que es el hombre más maravilloso del mundo; solamente ella lo entiende. El asesinato se ha desplazado a ese fondo que «no importa», mientras que el encanto superficial del personaje ocupa el centro del escenario.
    Las frases de que se vale la gente para describir este proceso en las primeras etapas de una relación romántica son muy significativas
    —Yo era simplemente incapaz de ver sus defectos.
    —Preferí no tener en cuenta sus problemas.
    —Me limité a cerrar los ojos, en la esperanza de que todo anduviera bien.
    —Debo de haber estado ciega para no haberlo visto antes.
    Es fácil no ver los indicios que apuntan en las relaciones, problemas e irresponsabilidades que integran el pasado de alguien cuando esa persona hace que te sientas maravillosamente bien. Las anteojeras cumplen la función de eliminar del campo visual cualquier información que pueda nublar o de alguna manera arruinar el cuadro romántico que tú quieres ver.
    DESESPERACIÓN Y «FUSIÓN»
    Otro tema recurrente en las primeras etapas de una relación con un misógino es el sentimiento de desesperación subyacente en ambos miembros de la pareja, cada uno de los cuales tiene una necesidad frenética de atrapar y mantener atada a la otra persona. «La razón de que yo me apegara tanto a Jackie —me confesó Mark— fue que tenía miedo de perderla si no lo hacía.» En sus palabras no se trasluce pura y simplemente amor por Jackie: hay también un sentimiento de pánico. Después, agregó: En nuestro segundo encuentro se lo dije todo claramente. Le dije cuál era la clase de vida que quería, y que íbamos a casarnos. Le pregunté si estaba saliendo con alguien más, y cuando me contestó que sí le dije que terminara con eso porque en lo sucesivo no podría estar con nadie más que conmigo. Yo sabía que era así, y quería que ella también lo creyera. A los ojos de Jackie, la exigencia de Mark constituía una prueba de la disposición de él a comprometerse sin reservas en la relación de ambos. La experiencia de Laura estaba penetrada de una desesperación diferente. Le faltaban dos meses para cumplir los treinta y cinco años cuando conoció a Bob, precisamente cuando su familia italiana, tan aferrada a lo tradicional, la presionaba para que se casara y tuviera hijos. Cuando Bob empezó a insistirle en que se casaran, ya desde el primer mes, la reacción de ella fue no sólo sentirse halagada, sino también aliviada. Alguien que observe desapasionadamente estas relaciones construidas sobre el arrebato, podría sorprenderse de las prisas que les entran a los enamorados. Es evidente que cuando dos personas se conocen, se enamoran, se van a vivir juntas y empiezan a hacer planes para la boda, todo en unas pocas semanas, lo que está pasando va más allá del hecho de que se importen y quieran estar juntas. Lo que cada una de ellas experimenta en un caso así es una necesidad exacerbada, casi insoportable, de confundirse o «fundirse» con su pareja, tan pronto como sea posible. La sensación de ser una persona aparte pasa a ocupar en la relación un lugar secundario. Cada uno empieza a vivir los sentimientos del otro; los cambios anímicos se vuelven contagiosos. Es frecuente que dejen de lado el trabajo, a los amigos y otras actividades. Una cantidad enorme de energía se está canalizando hacia el amar y ser amado, a fin de obtener la aprobación del otro y procurar la recíproca fusión psicológica. Esta necesidad de unificación instantánea parece la principal fuerza de propulsión de estas relaciones.
    El ESPÍRITU DE RESCATE
    Hay una fantasía de rescate que también es un elemento importante en el «pegoteo» que caracteriza a las relaciones con misóginos. Se trata de una fantasía que crea un vínculo muy especial, capaz de hacer que una mujer se sienta a la vez necesaria y heroica. Gran parte del entusiasmo inicial de Jackie en su relación con Mark provenía de la abundancia de emociones maternales que él le despertaba. Ella era la llamada a darle lo que nadie más le había dado, y su amor sería la Cuando el amor es odio Susan Forward 18 compensación de todo lo que él había sufrido en la vida. Por ella Mark se convertiría en el triunfador, en el hombre responsable que Jackie intuía oculto bajo la superficie. Ella misma lo explicó así: La segunda vez que lo vi me habló con detalle de su situación financiera, y yo me sentí sumamente halagada por su sinceridad, al punto de que acepté sin más el hecho de que, con 38 años, no tuviera trabajo fijo. Después de todo, pensé, acababa de presentarse a oposiciones, y alguien tenía que perderlas. Me pintó un cuadro tan glorioso de sus proyectos para el futuro, se mostró tan cortés y encantador, y parecía tan capaz de triunfar que yo estaba segura de que con apenas alguna ayuda mía, lo lograría en muy poco tiempo. Entonces decidí que le daría el amor y el apoyo que él necesitaba para recuperar la confianza en sí mismo. Jackie creyó que, mediante el poder de su amor, lograría transformar mágicamente a Mark. Para muchas mujeres, tal creencia es un afrodisíaco fortísimo: permite que una mujer se sienta una deidad, una Madre Tierra con poderes curativos. No importa que el problema de él sea financiero, que se trate de alcoholismo o de abuso de drogas, o que sus relaciones amorosas anteriores resultaran insatisfactorias: ella cree que su amor puede curarlo. Además, en cuanto da, ayuda y abastece, se crea también, para sí misma, una ilusión de poder y de fuerza. De la situación deriva un sentimiento de heroísmo: con el rescate, ella se ennoblece, porque gracias a su ayuda él se convertirá en un hombre diferente. Sin embargo, entre ayudar y rescatar hay una diferencia muy grande. De cuando en cuando, todos necesitamos ayuda para superar los momentos difíciles de la vida. Que le prestes ayuda financiera si te es posible, que seas comprensiva y lo apoyes son cosas que dan a tu compañero la seguridad de que estás de parte de él. Pero a lo que me refiero aquí es al hombre con una historia previa que te infunde la certeza de que es capaz de cuidarse solo. Sus problemas son temporales, y ayudarle es algo ocasional; no va a ser una constante. El rescate, por otra parte, es un comportamiento repetitivo. Ese hombre siempre necesita tu ayuda, y está continuamente en dificultades. Tanto su vida personal como la profesional responden a una pauta persistente de inestabilidad. Además, siempre está culpando a los demás de sus fracasos. Compara, por ejemplo, a estos dos hombres: —El hombre 1 ha sido siempre laborioso y financieramente responsable. La compañía en que trabajaba se vende y el trabajo que él hacía es confiado a otro. Hasta que pueda volver a trabajar, necesita pedir prestado algún dinero, pero está buscando empleo activamente, y cuando lo encuentra comienza en seguida a devolverte el préstamo. —El hombre 2 ha tenido largos períodos de caos financiero en su vida, y constantemente recurre a ti para que lo saques de apuros. En ningún trabajo se encuentra a gusto, y tiene antecedentes de que no se lleva bien con sus jefes. Cuando finalmente consigue colocarse, no hace ningún esfuerzo —o casi— por devolverte lo que le has prestado. Rosalind había advertido los problemas financieros de Jim desde la primera noche que se conocieron, y en seguida empezó a ayudarle, invitándolo a cenar. Al cabo de pocas semanas, le sugirió que él y sus dos hijos adolescentes se fueran a vivir con ella hasta que Jim pudiera encontrar trabajo estable con una banda. «Me dijo que yo era la mujer más maravillosa del mundo, y que ahora que me había conocido todo iba a ser diferente en su vida.» No pasó mucho tiempo sin que Rosalind estuviera manteniéndolos definitivamente a todos. Al comienzo, la gratitud de Jim hacia Rosalind intensificó sus sentimientos. Si se había enamorado de ella desde la primera vez que se vieron, una vez que Rosalind empezó a ocuparse de todos ellos su amor se convirtió en locura. Para Jim, como para tantos misóginos, la ayuda de una mujer era la prueba de que ella realmente se interesaba por él. Muchas mujeres se regodean en la cálida luz del agradecimiento de su pareja; eso las hace sentirse realmente necesarias y queridas. Y seguro que es emocionante eso de ayudar al compañero, y comprobar que tu amor y tu generosidad son importantes en la vida de él. Su efusiva gratitud puede hacer que te sientas tan bien, que comienzas .a aceptarla como única y suficiente forma de pago. Cuando el amor es odio Susan Forward 19 Resulta obvio que no todos los misóginos necesitan rescate. Muchos son estables, tanto en lo profesional como en lo financiero. En realidad, cuanto más éxito tenga el misógino, más probable es que insista en que la mujer de su vida dependa totalmente de él. El que necesita que lo rescaten es el misógino con alguna forma de inestabilidad grave, que puede manifestarse de muy diversas maneras: problemas con el dinero, abusos en el comer, el beber o las drogas, relaciones caóticas, juegos y apuestas o imposibilidad de conservar el trabajo. Es un hombre que lanza llamadas de auxilio para que alguien lo salve. Muchas mujeres, especialmente las que tienen una carrera independiente, se apresuran demasiado a correr hacia él armadas de un salvavidas, sólo para encontrarse con que también a ellas se las traga la resaca. Tampoco es el caso que en cualquier idilio que marche a un ritmo acelerado el hombre haya de ser un misógino. Desde luego, una relación que se inicia con un caudal enorme de emoción y entusiasmo puede resultar estupenda. Pero si, además de la emoción romántica, te encuentras con que está en juego algún otro de los elementos que acabo de describir —el rescate, un sentimiento de desesperación y de pánico, una fusión (o confusión) demasiado rápida, y una especie de anteojeras deliberadas—, entonces es probable que las aguas por donde navegas lleguen a ponerse muy turbulentas.
    2. EL FIN DE LA LUNA DE MIEL
    La primera advertencia de que el Príncipe Encantador tiene su lado sombrío suele producirse durante un incidente que parece insignificante. Lo que hace tan desconcertante el episodio para la mujer es que, de pronto, el encanto de su compañero se convierte en furia, y ella se ve sometida a un ataque totalmente desproporcionado. Para Laura, el primer incidente se produjo la víspera de Navidad, cuando ella y Bob llevaban cuatro meses viviendo juntos. Así lo describe ella: Aquella noche yo estaba envolviendo regalos y él me dijo que se iba a acostar y que quería que le acompañara. Le respondí que me reuniría con él tan pronto como terminara, y simplemente se puso hecho una furia. Me dijo que quería que fuera ya. Como esa noche ya habíamos hecho el amor, yo sabía que no me lo pedía por eso, pero jamás lo había visto enojarse de esa manera. De pronto empezó a gritarme, tratándome de puta egoísta. Después cerró la puerta del dormitorio dando un portazo tal, que todo el apartamento se estremeció. Yo me quedé sola, completamente aturdida y sin saber qué pensar. Lo atribuí a las fiestas, a la tensión y cosas semejantes. Laura estaba tan fascinada con la forma como la hacía sentir Bob durante casi todo el tiempo, que no quería ver el arrebato de cólera de él como una verdadera señal de peligro. Si no hubiera estado tan transportada por sus sentimientos románticos, podría haber tomado distancia durante un momento, lo necesario para darse cuenta de que Bob tenía un problema con su enfado. Esa fue una información sumamente importante, que tuvo un efecto tremendo sobre la vida de Laura, pero en vez de interpretar esa explosión colérica como una advertencia de que su amante era capaz de estallidos de intimidación de carácter infantil, Laura se buscó una explicación que le restara importancia.
    LA RACIONALIZACIÓN DEL COMPORTAMIENTO DE ÉL
    Racionalizar es lo que hacemos cuando dejamos de lado la voz de la intuición que interfiere con una situación que de ordinario nos hace sentir bien. Es una manera de hacer aceptable lo inaceptable. Al buscar «buenas razones» para algo que de no ser por ellas nos haría sufrir, encontramos algún sentido en situaciones desconcertantes e incluso aterradoras. La racionalización es diferente de la ceguera que vimos en el capítulo 1, en cuanto al racionalizar vemos y reconocemos lo que nos choca o desagrada, pero en vez de negar su existencia, le damos un nombre diferente. Rosalind empezó a racionalizar buena parte de la conducta irresponsable de Jim poco después de que él se fuera a vivir con ella. Este es su testimonio: Como músico, Jim sólo ocasionalmente podía conseguir algún trabajo pagado. Había probado con muchísimas bandas diferentes, pero hay muchos directores que en realidad no saben nada de jazz. Yo sé que desde el punto de vista musical Jim tenía razón, pero por razones financieras deseaba que hubiera sido un poco más tolerante. Rosalind encontraba buenas excusas para la incapacidad de él de conservar su trabajo en una banda. Resultó que Jim tenía muy mal genio y rechazaba cualquier figura de autoridad en sus trabajos. Pero, cada vez, ella prefería interpretar el conflicto como falta de conocimiento musical del director de la banda, antes que admitir el problema de personalidad de Jim. He aquí algunas de las expresiones que he oído de labios de mujeres que procuraban restar importancia al comportamiento pasado y actual de su compañero: —Sí, ya estuvo casado tres veces, pero es que antes nadie lo entendió como yo lo entiendo. —Ya sé que ha sufrido varios fracasos comerciales, pero es que tuvo una cantidad de socios deshonestos que lo esquilmaron. Cuando el amor es odio Susan Forward 21 —El dice cosas terribles de su ex mujer, pero yo no puedo criticarlo porque ella era increíblemente voraz y egoísta. —Ya sé que bebe demasiado, pero es que en este momento está trabajando en un caso muy importante, y sé que cuando eso termine, lo dejará. —Verdaderamente me asustó al gritarme de esa manera, pero es que en este momento está sometido a mucha presión. —Claro que se enojó muchísimo cuando yo no coincidí con su opinión, pero a nadie le gusta que los demás estén en desacuerdo con él. —En realidad no puedo culparlo porque pierda los estribos, cuando ha tenido una niñez tan desdichada. Cualquier mujer que ante un comportamiento del tipo de arrebatos colé ricos o estallidos de violencia dice que «si él lo hizo fue sólo porque…», está racionalizando. No hay nadie que sea invariablemente agradable; eso es algo que no debemos esperar ni de nosotros mismos ni de los demás. Y, naturalmente, hay ocasiones en que es necesario que nos mostremos comprensivos y aceptemos que alguien a quien amamos está en una situación de estrés o es especialmente sensible a ciertos problemas. Aquí no me estoy refiriendo al hombre básicamente bueno y respetuoso, pero que en alguna ocasión tiene un estallido; ese es el hombre que después asumirá la responsabilidad del episodio, y sentirá auténtico remordimiento por haber descargado sus frustraciones sobre algún ser querido. El misógino actúa de modo diferente: él no sentirá remordimiento alguno por sus accesos de cólera. Además, su compañera se encontrará a sí misma, cada vez con mayor frecuencia, justificando y tratando de hallar explicación a sus desagradables estallidos. La racionalización es una reacción muy humana, que no indica necesariamente un problema grave. Pero empieza a serlo cuando, con regularidad, una se descubre disculpando un comportamiento inaceptable de su compañero. A medida que los estallidos de él se vuelvan más frecuentes, tú tendrás cada vez más necesidad de racionalizar para poder seguir soportando la situación.
    El JUEGO DEL HOMBRE Y LA BESTIA
    Si los misóginos se pasaran todo el tiempo encolerizándose y criticando, las racionalizaciones no le durarían mucho tiempo a ninguna mujer. Pero lo más probable es que, entre estallido y estallido, el hombre siga mostrándose tan encantador y fascinante como cuando lo viste por primera vez. Por desgracia, esos buenos momentos siguen alimentando tu errónea creencia de que los momentos malos son, sin que se sepa por qué, una pesadilla…, de que «ése» no es en realidad «él». Cuando se comporta afectuosamente, refuerza tus esperanzas de que, en adelante, las cosas irán maravillosamente. Pero no hay manera de saber cómo reaccionará ante cada situación un hombre así, porque sus reacciones, con toda probabilidad, serán diferentes cada vez. Este tipo de comportamiento coincide a tal punto con el de El doctor Jekyll y míster Hyde, la novela clásica de Robert L. Stevenson sobre los aspectos luminosos y oscuros, positivos y negativos, de la naturaleza humana, que he optado por llamarlo «el juego del hombre y la bestia». Laura se encontró totalmente desorientada cuando Bob, poco después de su estallido de la víspera de Navidad, comenzó a mostrar cambios súbitos de uno a otro comportamiento. Aún podía seguir siendo encantador y apasionado, pero el juego del hombre y la bestia se fue incorporando cada vez más a la relación. Una noche tuvimos una pelea espantosa. Yo había tenido un día tan demoledor que lo único que quería era dormir, pero él se empeñaba en que hiciéramos el amor. Le dije que estaba demasiado cansada, pero él se negó a aceptarlo. Se lo tomó como algo personal. Creyó que yo lo estaba rechazando y burlándome de él. Se enfureció tanto que se levantó de un salto y de un puñetazo hundió la puerta del ropero. Yo estaba aterrorizada. Le dije que no podía seguir soportando ese tipo de cosas y entonces se echó a llorar. Se arrojó a mis pies, sollozando. Me dijo que cambiaría, que todo era a causa del estrés que estaba pasando. Me rogó que comprendiera los momentos difíciles que atravesaba. Yo estaba tan confundida por todo eso que no sabía qué hacer. Al verlo sollozar sobre mis rodillas y jurándome que me amaba más que a ninguna mujer que hubiera Cuando el amor es odio Susan Forward 22 conocido en su vida, lo abracé y traté de tranquilizarlo. Naturalmente, terminamos reconciliándonos en la cama. Yo decidí que la peor parte de nuestra relación estaba superada, y que en adelante todo iba a ser maravilloso. Laura quedó atrapada en un vaivén emocional con Bob. Como una pelota de tenis entre los dos jugadores, saltaba continuamente del comportamiento bondadoso de él a sus impredecibles estallidos de furia. No hay nada que confunda tanto ni deje tan perpleja a la gente como esta forma de conducta oscilante, que provoca una tensión enorme, porque una nunca sabe qué esperar. Es algo muy parecido al modelo de conducta de los adictos a los juegos de azar: algunas veces consiguen lo que quieren, pero la mayoría de las veces no. Su nivel de ansiedad alcanza alturas increíbles, pero la promesa de «dar el golpe» los mantiene colgados de la máquina tragaperras o pegados al tapete verde. De manera similar, el comportamiento afectuoso de Bob mantenía a Laura en la seguridad de que sus reacciones violentas eran pasajeras, de que ese no era «realmente» él. La dualidad de sus acciones y las fuentes cambiantes de su cólera eran el «gancho» que la mantenía atrapada. Hasta ahora sólo hemos prestado atención al comportamiento del misógino, pero llegados a este punto, la participación de la mujer se convie rte en un elemento decisivo. Con una vez que ella acepte un ataque a su autoestima y permita que la insulten, ya ha abierto la puerta a futuros ataques. Quisiera que mis lectoras comparasen el comportamiento de Laura con la forma en que supo protegerse Katie, una joven amiga mía: Tuve una experiencia con un hombre con quien me fui a México. Un día es el Príncipe Azul y lo pasamos estupendamente juntos, y después, sin el menor aviso previo, el señor se transforma en un monstruo. De pronto decidió que yo le había dado demasiada propina al taxista y empezó a vociferar en plena calle. No sé por qué se creyó que podía salirse con la suya con ese tipo de cosas, pero, en todo caso, se equivocó al elegirme a mí. Le dije que no iba a aguantar semejante tratamiento y que si me salía otra vez con eso, me iría. Bueno, pues entonces se pasó uno o dos días hecho una seda, pero después volvió a empezar, y me fui. A diferencia de Katie, Laura estaba, de hecho, demostrándole a Bob la cantidad de insultos que era capaz de tolerar. Las disculpas y protestas de él la apaciguaban; Laura veía en ellas expresiones de auténtico remordimiento. Y era muy probable que, en esos momentos, él lo sintiera. Si en lo sucesivo el comportamiento de Bob hubiera estado de acuerdo con sus disculpas, ella no habría tenido ningún problema. Pero sus remordimientos no duraban más que el tiempo necesario para que Laura volviese a morder el «anzuelo», y entonces ya estaba dada la seguridad de un nuevo estallido. Una vez que has aceptado el juego del hombre y la bestía, el paso de la agresión a las disculpas, de la cólera a la seducción, ya estás en camino hacia una etapa aún más dolorosa.
    EL CULPARTE A TI MISMA
    Esta etapa se basa en el razonamiento siguiente: Si él tiene la capacidad de ser tan encantador, entonces la causa de que las cosas vayan mal tiene que ser algo que yo hago. El misógino refuerza esta creencia recordándote que él sería siempre un encanto, si tú dejaras de hacer esto, o modificaras lo otro, o fueras un poquitín más así o menos asá. Y esta es una manera de pensar muy peligrosa. Este nuevo intento de hallar algún sentido a la confusión en que se encuentran vuestras relaciones representa un salto gigantesco en la dirección errónea. De reconocer que el comportamiento de tu compañero tiene aspectos inquietantes has pasado ya al intento de justificarlos o de explicártelos, y ahora pasas a internalizar y aceptar tú la responsabilidad de la forma en que él actúa. De nuevo el testimonio de Laura: Cada vez que yo no acudía de un salto en respuesta a algo que él quería, me trataba de egoísta y me decía que yo no sabía lo que era dar en una relación. Si yo ya tenía 35 años y jamás había estado casada, ¿qué podía saber de lo que es compartir o convivir con alguien? El sí que había estado casado, y estaba bien al tanto de Cuando el amor es odio Susan Forward 23 todo eso. Yo me imaginaba que tal vez tuviera razón; quizá yo fuera egoísta. Y entonces empecé a dudar de mí misma. Bob desplazaba la culpa sobre Laura, atacándola en los puntos que él conocía como más vulnerables. No todos los misóginos recurren a las ásperas críticas de Bob. Los hay que expresan su decepción de maneras más calmas y sutiles, pero no por eso menos devastadoras. Así sucedió con otra de mis clientas, una mujer que había sido creativa publicitaria, y está casada con un psicólogo. Paula conoció a Gerry cuando ambos estaban en la universidad. En sus dieciocho años de matrimonio habían tenido cuatro hijos. Cuando ella acudió a verme tenía poco más de cuarenta años y era una mujer de aspecto agradable, con el pelo oscuro, grandes y expresivos ojos castaños y figura robusta. Me contó que Gerry había empezado a criticarla al poco tiempo de haberse comprometido, y que ese cambio de novio solícito a crítico implacable había sido muy desconcertante para ella. Una vez, cuando estábamos comprometidos, fuimos a una feria donde tocaba Chuck Berry. Yo quería oírlo, pero Gerry empezó a tomarla conmigo: que aquella música era terrible, muy primitiva, y que él no podía entender cómo era posible que alguien medianamente inteligente escuchara semejante cosa. Me acusó de incultura y de falta de gusto, y se puso a mirarme como si yo fuera alguna alimaña acabada de salir de debajo de una roca. Yo sabía que él tenía razón, que yo aún seguía aferrada a la misma música que me había gustado en mi adolescencia. Es verdad que, en comparación con él, a mí me faltan refinamiento y clase. Tengo los gustos de una palurda. Paula legitimaba su afirmación de que quien estaba en falta era ella autocalificándose de palurda y estúpida e idealizando la formación cultural de Gerry. En cuanto a él, jamás le permitió dudar de sus pretensiones de superioridad intelectual. Laura se había dado prisa en asegurarme que ella era ciertamente «egoísta y consentida, y que no tenía la menor capacidad de mostrarse generosa con otras personas». Cuando le sugerí que se estaba tratando a sí misma con demasiada dureza, y le pregunté de dónde había sacado semejantes ideas, me contestó: «Es lo que dice Bob, y tiene razón. Yo soy egoísta, y él tiene todo el derecho a enfadarse.» Tanto Paula como Laura reconocían cierta «coherencia» en la violencia psicológica de sus respectivos compañeros, asumiendo ellas mismas la culpa. Estaban convencidas de que, si ellas podían encontrar,«la llave mágica» —ese comportamiento o esa actitud que pudiera complacer a su pareja—, podrían conseguir que las trataran mejor. Es como si esas dos mujeres estuvieran diciendo: «Tal vez lo único que tenga que hacer sea escuchar lo que él dice e intentar comportarme de acuerdo con eso; entonces todo andará sobre ruedas. Si la culpa es mía, y él es la persona que define cuáles son mis culpas, es lógico que sea el único que puede ayudarme a mejorar». Lamentablemente, las señales del misógino son siempre cambiantes. Lo que le agrada un día puede no agradarle al siguiente. No hay manera de saber qué puede ponerlo en ignición, y el empeño en encontrar cuál es la manera de agradarle puede llegar a ser el rasgo dominante de tu vida. Rosalind había escuchado comprensivamente las quejas de Jim acerca de la insensibilidad de los directores de bandas, pero él no tardó mucho en empezar a canalizar su cólera hacia ella. Le pedí que me dijera qué prefería que yo hiciese, para no seguir enfureciéndose de aquel modo, y desde luego que me lo dijo, pero eso no sirvió para acabar con las escenas, porque yo siempre seguía equivocándome en algo. Rosalind y Jim acababan de descubrir otro vínculo que habría de ligarlos más aún: los dos le echaban a ella la culpa de todo lo que andaba mal.
    ÉL Y SU DESENGAÑO
    Cuando una luna de miel se acaba, se acaba para la pareja. No es que uno de los dos se quede para siempre en las cataratas del Niágara mientras el otro se vuelve a casa. Es decir, que, en tanto que la mujer se ha estado sintiendo perpleja y desorientada por los cambios producidos en la relación, su compañero también ha Cuando el amor es odio Susan Forward 24 experimentado una desilusión a su modo. Al haberla idealizado tanto al comienzo, es inevitable que se decepcione. Jackie recordaba: Mark me decía que si a él le pidieran que hiciese un diseño de una mujer perfecta me dibujaría a mí, sin quitar ni añadir nada. Yo era simplemente perfecta, sin el menor fallo. Para ella, la idealización que Mark hacía de Jackie era algo maravilloso y emocionante. Resulta fácil entender por qué no reconoció el riesgo potencial. El hecho es que Mark no veía en ella a un ser humano con los mismos defectos, fallos e inconvenientes que tenemos todos. En cambio, estaba deificándola: ella era su diosa. Y, naturalmente, esperaba que lo fuera sin un momento de pausa. Tienes que ser perfecta Nancy y Jeff, a quienes conocimos en la introducción, llevaban seis meses saliendo juntos cuando se produjo el siguiente incidente: Pasamos una velada hermosísima asistiendo a un concierto. Cuando terminó, seguimos sentados, esperando que se despejaran los pasillos. Cuando me levanté, él me preguntó qué prisa me corría, y después se puso furioso conmigo. Me dijo a gritos que saldríamos cuando él dijera, y me acusó de impaciente. Estaba muy furioso, y yo no podía entender por qué. Después salió a grandes zancadas delante de mí y se fue al coche. Y no se le pasaba. La tuvo tomada conmigo durante todo el viaje de regreso. Fue horrible, y yo no sabía qué hacer. Imaginé que debía de haber hecho algo muy malo, porque nadie se pone así por nada. Pero el misógino sí puede enfurecerse muchísimo por casi nada. Los acontecimientos más insignificantes provocan un estallido, porque los exagera, haciendo una montaña dé un grano de arena. Es posible que la mujer se haya olvidado de pasar por la tintorería, que le hayan salido demasiado oscuras las tostadas o que se hayan quedado sin papel en el lavabo. Él trata cualquiera de esos incidentes como si fuera un delito contra la seguridad del Estado. El hecho de que Nancy se levantase la primera al terminar el concierto fue todo lo que necesitó Jeff para que su furia contra ella se desatara. Pero Nancy hizo todo lo contrario de exagerar: restó importancia al episodio. Aceptó el ataque de irracionalidad de Jeff y no lo responsabilizó por él. La paradoja reside en que, al tiempo que él estallaba por un acto inocente de Nancy, ¡ella asumía toda la culpa y no reconocía para nada la de él! Nancy me contó que Jeff estaba siempre repitiéndole, en términos inequívocos, que ella estaba echando a perder la relación de ambos. Le decía que estaba decepcionado, que ella no era lo que él había creído, que se sentía estafado. ¿Dónde estaba la mujer perfecta de quien se había enamorado? Tienes que leerle el pensamiento El misógino espera que su pareja sepa lo que él piensa o siente, sin necesidad de tener que decírselo. Espera que ella, no se sabe cómo, se anticipe a todas sus necesidades, y que satisfacerlas se constituya en la prioridad número uno de su vida. Su mujer —o su amante— tiene que saber sus deseos sin que él se los diga. Una de las pruebas de amor que debe dar es su capacidad de leerle el pensamiento; por eso, él le dirá cosas como: —Si me amaras de verdad, habrías sabido lo que estaba pensando. —Si no estuvieras siempre pensando en ti misma, te habrías dado cuenta de lo que yo quería. —Si yo realmente te importo, ¿cómo no te diste cuenta de que estaba cansado? —Si te interesaras de veras por mí, no habrías insistido para que fuéramos al cine. Este tipo de construcciones que empiezan con «Si…», para seguir con cualquier variante de «habrías» o «no habrías», implica que lo que tú debes hacer es tener la capacidad de penetrar en la mente de tu compañero y anticiparte a todos sus pensamientos y deseos. No se trata de que él tenga la responsabilidad de expresarse, sino de que tu obligación es ser clarividente. Si una mujer carece de poderes parapsicológicos, con ello da prueba de sus deficiencias. Y además, eso sirve para justificar los ataques de él. Cuando el amor es odio Susan Forward 25 Tienes que ser un manantial incesante de generosidad El misógino típico espera que su compañera sea una fuente inagotable de amor y adoración, de apoyo, aprobación y estímulo, total y generosa sin reservas. Su manera de establecer una relación con una mujer se parece mucho a la de un infante ávido y exigente, basada en la tácita expectativa de una total generosidad de ella en cuanto a la satisfacción de todas sus necesidades. Poco después de haberse casado con Mark, Jackie descubrió que él le había mentido, asegurándole que estaban saldadas algunas facturas importantes que en realidad no había pagado. El que debía encargarse de abonarlas era él, pero no lo había hecho, y cuando ella le preguntó qué había pasado, se enfureció. Me acusó de falta de amor y de comprensión hacia él. Me acusó de no estar de su parte. Dijo que él tenía amigos que hacían cosas mucho peores, que todas las noches volvían a casa borrachos y realmente eran un desastre en lo financiero, y que sin embargo sus mujeres jamás les negaban comprensión, amor y apoyo. ¿Cómo era posible que yo me mostrara incapaz de expresar un amor así? No sé cómo, se las arregló para presentar las cosas de tal manera que la malvada era yo por atreverme a preguntarle por qué no había pagado las cuentas. Desde el punto de vista de Mark, y con independencia de lo que él hiciera, Jackie nunca podía alterarse, nunca podía preguntarle nada, y jamás podía ser otra cosa que absolutamente generosa y amante. Por su parte, él se veía como un compañero amante, dedicado y generoso, que no quería otra cosa que brindar tan bellas cualidades a aquella mujer increíble que había encontrado, pero que tan pronto como veía que ella no era un manantial inagotable de generosidad, se sentía traicionado y se encolerizaba con ella. Tienes que ser una torre de fortaleza Jim, el compañero de Rosalind, era incapaz de reconocer en ella a otro ser humano, diferente de él y que tenía necesidades y sentimientos propios. He aquí lo que él me contó: Yo creía que era muy entera, hasta que una vez, al comienzo de nuestra relación, se echó a lloriquear como un bebé. ¡Dios, eso sí que fue una desilusión para mí! Yo no podía creer que fuese la misma mujer de quien me había enamorado de aquella manera. La verdad es que Rosalind era una mujer fuerte, bien preparada y eficiente, pero —como todo el mundo— pasaba por días malos. Cuando tuvo la osadía de expresar su vulnerabilidad, Jim la trató con repugnancia y desprecio. He aquí el relato que ella hace del episodio: Era la primera vez que él me veía perder el control, y reaccionó escandalizándose. Era como si me dijera: «¿Quién te crees tú que eres para echarte a llorar de esa manera? ¿Qué derecho tienes a no ser fuerte, si eres la que debe hacerse cargo de todo?». Me dio la sensación de que iba a irse y abandonarme. Para terminar con la situación tuve que disculparme, y aunque traté de restar importancia a lo que había pasado, no pude superar la sensación de que él no quería aceptarme como un simple ser humano. El haber llorado hizo que el estatus de Rosalind en cuanto mujer perfecta se deteriorase. Por lo que se refería a Jim, ella había dejado de ser digna de que él la tratara bien. La idealización es un arma de doble filo. Puede generar una maravillosa sensación de halago, pero también impide que una mujer advierta que está condenada al fracaso. Es imposible vivir sobre el pedestal donde la ha colocado el misógino, porque en un pedestal no queda margen para el error. Si un día su compañera está malhumorada o se conduce de cualquier manera que a él no le guste, el misógino lo considera
    un signo de deficiencia por parte de ella. El había contratado a una diosa, y ella no está a la altura de las exigencias del trabajo. El desprecio y la desilusión que ella le provoca son todo cuanto él necesita para sentirse autorizado a dejar de expresarle su amor y empezar a criticarla, acusarla y cubrirla de culpas. El desengaño inicial que desencadena el comportamiento típico del misógino se produce generalmente al comienzo de la relación. Sin embargo, como la emoción del idilio está todavía en sus primeras etapas, es fácil barrer y ocultar bajo la alfombra el momento del estallido. Si en alguna medida la mujer se siente desagradablemente sorprendida, no pasa de una mínima nota disonante en una sinfonía que, en conjunto, es armónica. Cuando el amor es odio Susan Forward 26 Las primeras indicaciones del mal genio del misógino son esporádicas. Los estallidos no se convierten en un modo de vida mientras no se ha llegado a algún tipo de compromiso, que tanto puede ser verbal, como el hecho de irse a vivir juntos, formal o, incluso, el matrimonio. Entonces, una vez él está seguro de «tenerla», la situación se deteriora rápidamente. Cuando el amor es odio Susan Forward 27 3 Las armas con que él se asegura el control Hacia el final de la luna de miel, las primeras veces que el misógino agravia la autoestima de su compañera, está haciendo tanteos de prueba. Si ese agravio inicial no tropieza con ninguna resistencia, ya sabe que lo que ella está haciendo, sin darse cuenta, es darle permiso para que persista en ese comportamiento. No deis la mano si no queréis que os cojan el codo: he aquí lo que digo continuamente a las mujeres.
    El CONTRATO AMOROSO
    Al comienzo de la relación se sueltan muchos globos de prueba. El misógino —frecuentemente, sin darse cuenta de lo que hace— procura concretar su definición de hasta dónde puede llegar. Lo lamentable es que su compañera crea que al no enfrentarse con él ni cuestionar su comportamiento cuando él lastima su sensibilidad está expresando el amor que siente por él. Muchas mujeres caen en esa trampa. Desde pequeñas nos han enseñado que la respuesta es el amor. Con amor todo será mejor; lo único que tenemos que hacer es encontrar un hombre que nos ame, y entonces la vida será maravillosa y viviremos felices por siempre jamás. Además, nos han enseñado que, al servicio de ese amor, se esperan de nuestra parte ciertas formas de comportamiento, algunas de las cuales son «suavizar las cosas», dar marcha atrás, disculparnos y «mostrarnos agradables». Pero resulta que esos mismos comportamientos animan al misógino a maltratar a su compañera. Es como si hubiéramos establecido al mismo tiempo dos acuerdos o contratos con el misógino, el uno explícito y el otro tácito. El acuerdo explícito es, por ambas partes, te amo y quiero estar contigo. El acuerdo tácito, que se origina en nuestras necesidades y temores más profundos, es mucho más poderoso y vinculante. Tu parte —la parte de la mujer— en el acuerdo tácito es: Mi seguridad emocional depende de tu amor, y para conseguirlo estoy dispuesta a ser dócil y a renunciar a mis propios deseos y necesidades. La parte que le corresponde a él en ese acuerdo es: Mi seguridad emocional depende de que yo tenga el control absoluto.
    ÉL DEBE TENER EL CONTROL
    En todas las relaciones hay luchas por el poder. En las parejas se suscitan desacuerdos por el dinero, por la forma de educar a los hijos, por el lugar donde irán de vacaciones, por la frecuencia con que han de visitar a los parientes políticos; se discute quién de los dos tiene los amigos más agradables y con quién habrán de pasar el tiempo. Pero aunque todo esto pueda constituir motivo de conflicto, son cosas que habitualmente se pueden negociar de forma afectuosa y ton respeto. Sin embargo, cuando la relación se da con un misógino, lo que escasea son la negociación y el compromiso. El juego se desarrolla, en cambio, en un campo de batalla donde él tiene que ganar y ella debe perder. Este desequilibrio de poderes es el tema principal de la relación. El misógino necesita controlar la forma en que piensa, siente y se conduce su mujer, decidir por ella con quién y con qué se compromete. Sorprende la rapidez con que incluso mujeres competentes y que hasta entonces tenían total éxito en su actividad renuncian a su talento y su capacidad, e incluso los desconocen y niegan, con tal de obtener el amor y la aprobación de sus compañeros. Claro que un control total es una cosa muy incierta. Resulta imposible controlar totalmente a otro ser humano. Así pues, el empeño del misógino está condenado al fracaso y, como resultado, él se pasa buena parte del tiempo frustrado y colérico. A veces, consigue enmascarar adecuadamente su hostilidad, pero en otras ocasiones este sentimiento se manifiesta como abuso psicológico.
    POR QUÉ EMPLEO LA PALABRA «ABUSO»
    Cuando el amor es odio Susan Forward 28 Entre los profesionales de la salud mental, abuso es una palabra que hace referencia a la violencia, tanto psicológica como física. Es abuso cualquier comportamiento encaminado a controlar y subyugar a otro ser humano mediante el recurso al miedo y la humillación, y valiéndose de ataques físicos o verbales. Es decir, que son abusos la prepotencia, la arbitrariedad, las expresiones de desprecio, los reproches exagerados y toda forma de comportamiento que por medios similares tienda a esos fines. Dicho de otra manera, no es necesario que a uno lo golpeen para que haya abuso. Cuando hay castigo físico, las armas son los puños; si el castigo es psicológico, las armas son palabras. La única diferencia entre las dos categorías está en la elección de las armas. Quiero insistir en un uso restringido del término abuso. No me valgo de él para describir un malhumor ocasional ni una expresión de enfado que se dan en cualquier relación. Cuando hablo de «abuso», es para describir la persecución sistemática de uno de los miembros de la pareja por acción del otro. El abuso verbal no ha recibido la atención que merece, si se tiene en cuenta lo devastador que puede ser para la salud mental de una persona si se prolonga mucho tiempo. Con frecuencia, las mujeres me dicen que, por lo menos, él no les pega. A esa disculpa, les respondo: «El resultado es el mismo. Estás tan asustada y te sientes tan impotente como si te pegara. ¿Qué diferencia hay entre castigarte con los puños o con palabras?».
    EL CONTROL MEDIANTE EL ABUSO PSICOLÓGICO
    El misógino tiene un amplio repertorio de tácticas de intimidación, comentarios denigrantes, insultos y otras actitudes destinadas a hacer que su compañera se sienta incapaz e impotente. Sus ataques más obvios se expresan con gritos y amenazas, estallidos de cólera, insultos y críticas constantes. Son ataques directos y abiertos, teñidos de una agresividad manifiesta. Las amenazas implícitas Una de las tácticas más aterradoras —y, por lo mismo, una de las que obtienen más éxito— que puede usar el misógino para obtener el control lleva consigo la amenaza implícita de malos tratos físicos. Era el tipo de amenaza que caracterizaba al matrimonio de Lorraine y Nate, los padres de Jackie. Nate era un próspero hombre de negocios a quien sus muchos empleados querían y respetaban sinceramente. Lorraine era una mujer tranquila, que se ocupaba de la educación de sus dos hijos y de atender su casa. A lo largo de treinta y cinco años de matrimonio, Nate se valió de algunas tácticas sumamente intimidatorias —que jamás dejó ver a nadie fuera de las cuatro paredes de su casa— para tener sometidos a su mujer y al resto de la familia. Lorraine recordaba lo siguiente: Su hermana vivía en la casa de al lado, y las dos estábamos muy unidas. Una noche que fuimos juntas al cine, yo estrené un vestido y un sombrero. Al volver perdimos el autobús, así que yo llegué a casa casi media hora más tarde de lo que le había dicho a Nate. Cuando entré, estaba paseándose de un lado a otro. No me dio siquiera ocasión de explicarle nada. Me arrancó el vestido, agarró el sombrero nuevo y me lo cortó con unas tijeras. Después lo arrojó todo al incinerador. Yo hubiera querido morirme. Estaba aterrorizada. Ese cruel episodio no era un incidente aislado. Escenas así ocurrían cada vez que Nate se sentía disgustado, aunque fuera momentáneamente, con el comportamiento de Lorraine. No es mi intención sugerir que los hombres como él planeen conscientemente sus agresiones. Gran parte de su comportamiento, aun del que parece más cruel y abusivo, tiene su origen en fuerzas que están más allá de su control. Pero, aun así, es necesario que, con independencia de los demonios que rugen dentro de su alma, los adultos se hagan responsables de su manera de proceder. Este es el relato de Lorraine: Yo solía rogarle que no me hiciera cosas como esa, porque me daba unos sustos de muerte. Él me decía que se ponía así por lo mucho que se preocupaba cuando me demoraba, por lo mucho que me quería. Pe ro luego, una semana después del incidente en que me rompió el sombrero nuevo, se me pasó un asado y me hizo pedazos todas las copas de la cocina

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